miércoles, 24 de octubre de 2012

El último vaivén del mar

Los perfumes, los himnos órficos, las algalias en primera y en segunda acepción... Aquí olés a sardónica. Aquí a crisoprasio, Aquí, esperá un poco, aquí es como perejil, pero apenas, un pedacito perdido en una piel de gamuza. Aquí empezás a oler a vos misma. Que raro, verdad, que una mujer no pueda olerse como la huele el hombre. Aquí exactamente. No te muevas, dejame. Olés a jalea real, a miel en un pote de tabaco, a algas, aunque sea tópico decirlo. Hay tantas algas, la Maga olía a algas frescas, arrancadas al último vaivén del mar. A la ola misma. Ciertos días el olor a alga se mezclaba con una cadencia mas espesa, entonces yo tenía que apelar a la perversidad -pero era una perversidad palatina, entendé, un lujo de bulgaróctono, de sensecal rodeado de obediencia nocturna-, para acercar los labios a los suyos, tocar con la lengua esa ligera llama rosa que titilaba rodeada de sombra, y después, como hago ahora con vos, le iba apartando muy despacio los muslos, la tendía un poco de lado y la respiraba interminablemente, sintiendo como su mano, sin que yo se lo pidiera, empezaba a desgajarme de mí mismo como la llama empieza a arrancar sus topacios de un papel de diario arrugado. Entonces cesaban los perfumes, maravillosamente cesaban y todo era sabor, mordedura, jugos esenciales que corrían por la boca, la caída en esa sombra, the primeval darkness, el cubo de la rueda de los orígenes. Sí, en el instante de la animalidad mas agachada, mas cerca de la excreción y sus aparatos indescriptibles, ahí se dibujan las figuras iniciales y finales, ahí en la caverna viscosa de tus alivios cotidianos está temblando Aldebarán, saltan los genes y las constelaciones, todo se resume a alfa y omega, coquille, cunt, concha, con, coño, milenio, Armagedón, terramicina, oh callate, no empecés allá arriba tus apariencias despreciables, tus fáciles espejos. Que silencio tu piel, que abismos donde ruedan dados de esmeralda, cínifes y fénices y cráteres...